Ser inmigrante conlleva asumir cambios significativos en la vida de toda persona,
"enfrentarse con un contexto desconocido y diferente desde el punto de vista étnico y cultural, que a la vez le permite nuevas posibilidades de elección. [...] Por ello, la nueva situación provoca- tanto a nivel individual como grupal- nuevas confrontaciones con el sí mismo, que conducen al abandono de formas establecidas de inclusión o a la emergencia de nuevas expresiones de exclusividad." (Spector Bitan, 2007)
Ilustración de Emiliana Singer.
Ser profesora de lengua y literatura e inmigrante en un contexto de inmersión lingüística diferente a tu lengua materna implica no solo sumar el esfuerzo de "reinventar" tu profesión y recrear las formas de expresión más allá de tus saberes sino fortalecer tu competencia lingüísitica ante la nueva identidad que se va construyendo.
De este proceso hablamos muchas veces con Liliana Lara, a quien conocí en la sala de profesores del Instituto Cervantes, ya hace unos cuantos años.
En aquel momento las dos impartíamos clases de español como lengua extranjera y dejábamos escapar en nuestros encuentros, el continuar con el proyecto traído en la valija: escribir. La escritura era la amiga secreta que nos acompañaba entre los silencios de aula en español y el aprendizaje del hebreo como lengua vehicular.
Conservar nuestra competencia lingüística exigió y exige el desafío permanente de la práctica, de la lectura -aunque sea una aficción querida- y ante todo, de lograr conservar nuestra "identidad heredada en el espacio ganado a la identidad adquirida". (Fritlzer, 2019)
Para darle un sentido más concreto y hasta real a las reflexiones expuestas, es que compartimos en esta entrada el fecundo trabajo de escritura realizado por la escritora Liliana Lara en Desvíos y dislocaciones.
En su blog, esta mujer venezolana, llegada a Israel por amor como ella misma lo dice, compagina su vida entre la docencia y la escritura, entre crear y recrear tejidos de palabras que llevan arepas y café pero también falafel y humus.
Los invitamos a leer El exilio, el analfabetismo y la cosmética, de Liliana Lara.
Agosto, 2020.
Para Joseph Brodski el exilio es esencialmente un evento lingüístico: un escritor exiliado es, primero que nada, un exiliado de su lengua materna. Hace un par de años tuve el placer de conversar sobre este destierro de la lengua con la escritora venezolana Krina Ber en un café de la calle Dizengof de Tel – Aviv. Allí, además, ella me enseñó qué café tenía que pedir en este lado del mundo para recordar al café venezolano. Más tarde continuamos nuestra conversación en una emblemática panadería caraqueña. Hablamos en español, pero otras veces también hemos hablado en hebreo. Tomamos siempre ese tipo de café que enlaza con su sabor nuestros dos mundos. No creemos, eso sí, en la noción de exilio de cierta literatura contemporánea, sin embargo, desde los idiomas que compartimos, concordamos en que el hecho de que un escritor desembarque de pronto en una lengua que no comprende es el más drástico destierro. Desde nuestras experiencias personales, cada una de nosotras lidia con esto como puede: yo me aferro a mi idioma y por tanto siempre seré una hablante defectuosa de la lengua en la que vivo; ella dejó atrás sus primeras lenguas y empuñó un español que ahora es muy suyo. En La soberanía del defecto, Gina Saraceni ha abordado textos escritos por “sujetos descolocados en el origen, la lengua, la cultura, la ley” y ha señalado que en la literatura la lengua madre siempre está alterada. Para Juan José Saer, por su parte, todo escritor – independientemente de si es inmigrante o no – “…tiene que hacer de ese idioma que comparte con todos los demás una lengua extranjera. Porque un verdadero escritor tiene una lengua que es propia”. Esta idea del escritor como forastero dentro de su propio idioma está presente también en las reflexiones de Deleuze y Gattari, sobre todo cuando se refieren a literaturas menores, con Kafka como ejemplo emblemático. Creo que para escritores efectivamente bilingües o multilingües la problemática de la lengua es mucho más patente, en tanto supone una pluralidad que en ciertos casos los ubica en un entre-lugar. Si la lengua es la patria, tal como han señalado muchos escritores migrantes, cómo es la relación de pertenencia a un territorio / nación / cultura que se establece en autores que se manejan entre lenguas. Si la lengua es la madre y la memoria, cómo escribir evocaciones desde esa lengua contaminada, aprendida, o que nos ha sido escatimada, tal como se pregunta Derrida en El monolingüismo del otro. En los escritores que se encuentran entre varias lenguas y espacios la construcción de una lengua literaria propia y de un estilo adquieren otras connotaciones en tanto implican una toma de posición algunas veces referida a la identidad personal, otras veces relacionada a posturas políticas más que estéticas. Se me ocurre que en estos autores el proceso toma dos rumbos diferentes, a saber: un proceso de clausura –relacionado a una postura de rechazo a la lengua dominante, un encerrarse en el adentro; y un proceso de apropiación– referido a una necesidad de establecer vínculos con el afuera a través de la absorción de la lengua otra. Y por supuesto, no se puede negar toda la gama de posiciones intermedias que posiblemente pululen entre esos dos polos y, además, la imposibilidad de que sean éstos absolutos. II Siguiendo una tradición de escritores que se asientan en una lengua nueva, tales como Conrad, Nabokov, Kundera, Brodski, Cioran, Kristof, entre otros, Krina Ber cambió la lengua de su escritura. Nacida en Polonia en 1948, Ber creció en Israel y luego de terminar el servicio militar se mudó a Suiza para cursar estudios universitarios. Más tarde se casó en Portugal. Vive en Venezuela desde hace unos 30 años y desde hace un poco más de 10 años escribe en español. Para apropiarse en la ficción de ese espacio que ahora habita, Ber se adueña de la lengua que se habla allí: sus textos se regodean en la musicalidad del español hablado en Caracas, específicamente. Para no perder el hilo (2009) es su segundo libro de cuentos y está conformado por 12 relatos (de los cuales algunos podrían entrar en la categoría de novelas cortas no sólo por la extensión, sino también por la densidad de la anécdota), y, además, seis fragmentos de un diario ficticio que se intercalan entre dichos cuentos. Los temas que se tocan en estos relatos no tienen que ver directamente con la experiencia migratoria de la autora, tal como ella lo explica en el epílogo del libro: “En el espacio donde se escribe nadie es extranjero y estas no son historias de una inmigrante”, nos advierte. Sus textos relatan más bien la experiencia del arraigo múltiple, la memoria que abarca diversas espacialidades y está llena de sonidos de diversas lenguas, pero también la realidad que se desmorona, el deterioro de la Venezuela contemporánea, etc. Algunos de sus personajes son inmigrantes que instalados desde hace mucho tiempo en el país de acogida se enfrentan a la repentina desorientación, a los recuerdos que vienen desde diversos puntos del mapa y se entretejen con el espacio del ahora. La historia vital de estos personajes está diseminada por espacios y lenguas y pareciera perder sus asideros. La pérdida y el reencuentro de ese hilo “que hace de los hechos de la vida un conjunto significante”, como bien señala uno de sus personajes, es el tema de muchos de estos relatos. Sin embargo, otros personajes no son inmigrantes, y sus historias hablan desde la cotidianidad de una Caracas deslustrada y, en algunos casos, fantástica. La lengua desde la que están escritos estos relatos se caracteriza por una sintaxis trabajada, en la que no se teme al adjetivo ni al adverbio. Oraciones que pierden comas y ganan ritmos. Un ritmo que en ciertos relatos remite al ritmo de las calles caraqueñas, plenas de sol, trópico y acumulaciones. III Agota Kristof, en su libro autobiográfico La analfabeta, habla de esa sensación de exilio lingüístico que en escritores es mucho más corrosiva. Ser de pronto iletrado, perder la palabra y la herramienta, abandonar un universo de ficciones e ideas para caer en el cuerpo sin pasado ni expresión. Agota Kristof, húngara, emigró a Suiza en 1956 huyendo de las tropas del “Pacto de Varsovia”. Sin idioma, el único trabajo al que tuvo acceso fue como obrera en una fábrica de relojes. Trabajaba mecánicamente en el día, como una catalina dando vueltas sobre sí misma. Estudiaba francés en las noches. Cuando por fin pudo dominar el idioma que la rodeaba escribió sin pausa, con esa precisión aprendida de los relojes que la acompañaron en su mudez. Publicó su primera novela en 1986, a los 50 años. Como Krina Ber, Agota Kristof abandonó su primer idioma sin mirar hacia atrás. Pero como Samuel Becket tuvo que simplificar la lengua de su literatura. Sus escritos van directo al corazón sin detenerse momentáneamente en metáforas ni juegos lingüísticos. Esa imagen de la escritora analfabeta me acompaña desde que me mudé a Israel. Puede ser desoladora la experiencia de mirar signos en los carteles o en los anuncios publicitarios y tener que adivinar sus contenidos. No reconocer ni la O por lo redondo, porque, claro, en el alfabeto hebreo no existe tal letra. Yo también, como Kristof, fui analfabeta. Ahora, luego de años viviendo aquí, mi analfabetismo en hebreo ha sido de alguna manera superado: si me esfuerzo puedo leer literatura, sin embargo, estoy acostumbrada a no leer, a escribir lo mínimo necesario: formularios, muy breves mensajes telefónicos, correos electrónicos que van directo al grano. Yo, que puedo escribir ríos caudalosos de palabras en español, en hebreo escribo a cuentagotas. Es difícil salir ileso de un analfabetismo tardío, vivido en edad adulta. Hay un orden que se quiebra. Incluso la cosmética se ve afectada por mi analfabetismo: hace un par de años compré una “crema humectante”. La extendía sobre mi piel cada mañana y la crema se ponía blanca, pero no se absorbía. Pasé días poniéndomela en todo el cuerpo, luchando contra su densidad y pensando que era una crema muy mala. Algunas veces también se la ponía a mis hijos. Los masajeaba fuertemente hasta que finalmente la crema desaparecía. No es posible, me dije una mañana, que esta crema sea tan mala. Entonces leí el envase con la misma atención que pongo en leer la literatura de esta lengua. Leí como quien verdaderamente descifra: “leche nutritiva para el baño”, rezaba la etiqueta. ¡Pasé días saliendo a la calle con el cuerpo lleno de jabón líquido! ¡Pasé días haciendo que mis hijos salieran a la calle con el cuerpo lleno de jabón líquido! La cosmética, ese orden del cosmos, se quiebra con la sola existencia de un escritor analfabeta, esa aporía. El verdadero exilio es el que nos destierra de nuestro alfabeto. Para enfrentar esto algunos abandonan las palabras y sonidos de su primera memoria; otros, por el contrario, los resguardan, pero van por las calles cubiertos por una película de jabón, una burbuja".
Para cerrar esta entrada solo nos queda decirte que Liliana Lara es autora de títulos como Los jardines del rey Salomón, La música de los barcos, Trampa Jaula, El abecedario del estio, El cuerpo Un viejo manuscrito, Pistolas de plata, El perro de Nina Hagen, en inglés
entre otros, además de ensayos y artículos varios. Su último trabajo es una antología de cuentos Escribir afuera. Cuentos de intemperies y querencias, en el que comparte la autoría con de Raquel Rivas Rojas y Katie Brown, y en el que Liliana Blum y Jorge Carrión nos aportan su opinión.
¡Gracias Liliana, amiga y compañaera, por tu generosidad letrera!
Referencias bilbliográficas.
Spector Bitan, Graciela (2007) El exilio del lenguaje. identidad e inmigración . DeSignis 13
Fritzler, Marcela (2019) Rebelión lingüística: ¿un tira y afloja?. Blog Sin Fronteras.
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